miércoles, 28 de febrero de 2007

Un paquete inesperado - Parte VI -

Tras pasar varios huertos y un par de granjas por fin había enfilado la increíble ascensión de tierra que significaba la calle del alfarero. Finalmente, apurando la camioneta, había conseguido llegar a la parte de adoquines, y con ello a la puerta de aquel cuchitril rosa en la cual, para desgracia del hijo del cartero, se hallaba sentado José Custodio.


- Buenos días nos de Dios,- había exclamado el responsable de Correos al ver apearse al joven del coche.

Como contestación había obtenido una especie de gruñido que podía significar cualquier cosa. Había observado como el chico abría la parte de atrás de la camioneta y se agachaba para coger algo en su interior, sin parecer reparar, en ningún momento, en él.

- Madre mía si has crecido. Te noto muy cambiado. Aunque claro, tú ya eres todo un hombre...

Silencio como respuesta mientras el hijo de Casimiro parecía seguir rebuscando entre los paquetes. Sin duda otro que no hubiera sido José hubiera desistido de hablar con Joaquín, pero para su desgracia no parecía ser así. La visita del cartero había sido, durante toda su vida, un motivo de conversación y de echar un cigarro, ambos hombres sentados en la puerta de la pequeña oficina. Que el chico no tenía ganas de cigarros, se veía a la legua. Pero de lo que no se iba a librar era de la charla matutina.

- ¿Cómo que no ha venido tu padre?- Había inquirido el hombre cuando al fin Joaquín se encontraba ante él, tendiéndole varias cartas y un paquete.

- Está con el lumbago,- había respondido éste de mala gana, al ver que José no cogería lo que éste le tendía hasta que no hubiera hablado.

- Vaya por Dios, qué mala suerte.- José había movido la cabeza de un lado para otro, a la vez que recogía lo que el chico le daba.- Pero que muy mala. Mándale recuerdos, y dile que espero que se mejore muy pronto.

- Muy bien.

Prácticamente se había avalanzado dentro del coche, intentando escapar de la conversación. Había encendido el motor y comenzado a salir marcha atrás, pues la calle del alfarero no dejaba sitio para dar la vuelta, por muchas maniobras que se hicieran. Joaquín aún pudo ver, cuando dejaba la calle, la imagen de José Custodio: con las piernas abiertas, la gorra ladeada, en una mano sosteniendo las cartas y el paquete y la otra levantada, saludándole, a la vez que gritaba algo que no llegó a oir.

- Hasta luego, hijo.- Se había oído exclamando, para la calle ya vacía, José Custodio.

Había dado la vuelta, dispuesto a meterse en el pequeño edificio. Pero antes no había podido evitar murmurar para sí:

- Menudo señoritingo.

No hay comentarios: