domingo, 10 de diciembre de 2006

Un paquete inesperado - Parte I -

El reloj de la iglesia dio nueve campanadas, una detrás de otra, campanadas que sirvieron para espantar a las moscas que se habían ocultado en el badajo para escapar del calor. Nadie pareció darle importancia a este sonido, sólo un hombre que andaba por la calle Mayor, arrastrando mucho los pies y frunciendo un poco el ceño. Había mirado hacia arriba, en dirección a la torre de la iglesia que se encontraba ligeramente detrás suyo, y tras comprobar que ésta seguía en su sitio, había continuado mirando al suelo. Una comprobación tan inútil como rutinaria.

Desde hacía más de treinta años José Custodio remontaba esa calle todas las mañanas de lunes a sábado, desde su pequeña casa en el callejón del Labrador. Se despertaba cuando el reloj de la iglesia daba las ocho campanadas y cuando todavía no había pasado una hora salía de casa. Siempre le daban las nueve a la misma altura de la calle Mayor: entre el almacén de trigo de Juan Vélez y la casa de los Bardaxí.Y es que José era un hombre metódico hasta la médula, algo de lo que a menudo se quejaba su mujer, más dada a la improvisación y a lo espontáneo: "Seguro que hasta sabes los pasos que tienes que dar de casa a Correos" le recriminaba a menudo. "Ciento sesenta y ocho" Pensaba en esos momentos José Custodio, pero no se atrevía a expresarlo en voz alta, pues hubiera sido corroborar las palabras de su esposa.

Esos ciento sesenta y ocho pasos era una distancia pequeña, pero lo suficientemente grande en un pueblo como ese. Durante su paseo, José recorría el callejón del Labrador, la calle de las Tenerías, la calle Mayor y, finalmente, llegaba ante la pequeña oficina situada en la calle del Alfarero. Al sonar las nueve campanadas del reloj de la torre, José llevaba ciento treinta pasos en su recorrido diario, por lo que estaba a punto de torcer hacia la izquierda y adentrarse en la última calle de su paseo. Era ésta una calle estrecha, que tenía adoquines hasta su primera mitad y que terminaba en un simple camino de tierra. La oficina de Correos se había conseguido beneficiar de esos adoquines sobrantes de la calle Mayor, de un tono grisaceo y triste, que hacían resaltar todavía más el color salmón de la fachada. "No es color para una edificio destinado al servicio del pueblo" Le había dicho en varias ocasiones don Hipólito Pérez, el notario, que gustaba mucho de un lenguaje cuidado y rimbombante próximo a la pedantería. Pero a José, el principal y único funcionario de Correos del pueblo, le gustaba. Le parecía que era un color alegre, que daba luz a una calle tan oscura como era esa. Por eso no había dudado, cuando los pintores se habían marchado dejando las sobras de pintura en la parte trasera del edificio, en llevárselas a casa y pintar con ellas los dormitorios y parte del pasillo, pues el final de la pintura le había sorprendido cuando parte de este aún estaba sin pintar, hecho que puso el grito en el cielo de su mujer y de su hija, pero que él de ningún modo había visto tan catastrófico.

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